Al final la realidad terminó por imponerse y terminamos con la deshonrosa condecoración de haber sido uno de los países con el peor desempeño durante la pandemia.
Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú
Febrero está marcado por dos pecados capitales: la gula y la lujuria. El primer pecado aparece en la Fiesta de la Candelaria, evento que conmemora el inevitable fin de todas las dietas que iniciaron a principios del año. El segundo llega el 14 de febrero, fecha que desata las más bajas pasiones en todas las edades, en todos los géneros y todos los estratos sociales.
Pero hoy quiero proponerles agregar un tercer pecado a este mes: la soberbia. ¿Por qué? Porque febrero quedará por siempre marcado como el mes cuando inició uno de los periodos más mortíferos y de mayor incompetencia en la historia de nuestro país.
Fue un 27 de febrero del 2020 cuando detectamos el primer caso de covid-19; lo que a su vez desató una de las actuaciones más lamentables de nuestras autoridades sanitarias. Una actuación marcada por la vanidad, el desprecio y la arrogancia (todas características de la soberbia), y que al final se manifestaron principalmente en un individuo: el Subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud, Hugo López Gatell. O para mayor efecto dramático: el Ángel Exterminador de México.
Empecemos con lo más básico: nuestro país fue el segundo a nivel global con la tasa de mortalidad más alta por covid-19 (después de Perú); y fuimos el primer lugar en número de muertes entre los trabajadores de salud. Entre el 2020 y 2022, México registró 650,000 defunciones excesivas acumuladas; o sea, más de medio millón de personas que murieron por encima del promedio anual de años previos.
El peso y la importancia de esta cifra no debe pasarse de alto: es por mucho la temporada más mortífera en la historia de México, superando con creces -y en apenas 36 meses- las muertes violentas de todo el periodo revolucionario a principios del siglo XX, las cuáles -dicen los expertos- rondan entre 300 y 500 mil personas. Eso sí, la Revolución duró una década, mientras que la hecatombe de Gatell se dio en apenas tres años.
Claro que todas estas muertes no fueron causadas exclusivamente por el SARS-CoV-2. El gobierno federal indica que cerca de 350 mil fallecimientos fueron por el virus. ¿Pero entonces… de dónde salen los otros 300 mil muertos?
Obviamente decenas de miles son cifras traspapeladas por el mal conteo gubernamental que por mucho tiempo nos habló de una “neumonía atípica”. Otra gran parte de esta cifra fueron personas que perdieron la vida por no lograr atender sus enfermedades coyunturales; situación que fue agravada por el desmantelamiento del sistema de salud (también obra de Gatell), la saturación hospitalaria, la falta de respiradores y el desabasto de medicamentos.
La explicación de esta catástrofe se resume en la simple y absoluta incompetencia de nuestras autoridades sanitarias. Incompetencia que se vio agravada por la soberbia, pues no olvidemos que durante meses López Gatell nos mintió reiteradas veces; manipuló y cucharear cifras de infectados y muertos para engañarnos; nos inventó unos semáforos y “fases” de pandemia que fueron un total fiasco; y nos enjaretó a unas caricaturas (Susana Distancia y amigos) como si fueran políticas públicas sensatas.
Como ahora sabemos, al final la realidad terminó por imponerse y terminamos con la deshonrosa condecoración de haber sido uno de los países con el peor desempeño durante la pandemia.
Más allá de la tragedia en vidas humanas, debemos lamentarnos por cómo hemos manejado nuestra memoria colectiva. Como sociedad nos hemos olvidado de la calamidad que representó López Gatell. No existe siquiera una reflexión sobre lo que ocurrió en los últimos tres años. Tampoco ha habido consecuencias. De hecho, hoy Gatell tiene más poder que nunca, habiendo ampliado el poder de su subsecretaría. ¡Y nadie levanta una ceja!
Así que cada febrero no olviden engolosinarse en tamales y amor. Pero también sepan que este mes vivirá en la infamia por culpa del Ángel Exterminador, que no pudo protegernos de una pandemia, ni de su propia soberbia.