¿Sirve de algo aburrirnos o hacemos bien en buscar evitarlo? Comprender esto resulta clave para explicar ciertos padecimientos sociales en nuestra vida individual e incluso en países enteros.
Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú
Vivimos en una cultura donde el aburrimiento está prohibido. Cualquier asomo de este estado emocional nos obliga a sacar nuestros teléfonos para “entretenernos” con cualquier cosa. Poco importa perder un par de horas viendo videos estúpidos, la prioridad es una: ¡Prohibido aburrirse!
Pero este esfuerzo es inutil. El aburrimiento es ineludible y termina por volver con venganza. Pero hay que preguntarnos algo: ¿Sirve de algo aburrirnos o hacemos bien en buscar evitarlo? Comprender esto resulta clave para explicar ciertos padecimientos sociales en nuestra vida individual e incluso en países enteros.
En una entrevista con El País, la investigadora y filósofa española Josefa Ros Velasco, nos alumbra sobre este tema. La Premio Nacional de Investigación y autora de “La enfermedad del aburrimiento” indica que debemos partir de que el aburrimiento es algo completamente innato en los seres humanos; y que bien pudo ser “esencial” para el proceso evolutivo de nuestra especie.
La razón es simple: cuando alguien se siente aburrido (y esto aplica para nuestros antepasados paleolíticos), nuestra mente nos obliga a buscar alguna novedad a nuestro alrededor para escapar de este desagradable sentimiento. Quizás por esto empezamos a tener “conversaciones cada vez más complejas (y) a imaginar el futuro”; acciones que son clave para establecer una protocultura.
Hoy el aburrimiento nos sigue motivando al cambio, porque este malestar “surge cuando nuestra relación con el entorno deja de satisfacernos”, indica Ros. Esto nos obliga a realizar una fuga hacia un futuro pues nuestro presente ha quedado “obsoleto”.
Todo esto suena beneficioso. Pero como explica Ros Velasco, existen millones de personas para quienes el aburrimiento no funciona como un paso para nuevas experiencias, sino que se los lleva a los abismos del alcohol y las drogas, a comportamientos antisociales y violentos; o incluso a destruir una democracia.
Esto me lleva a recordar un texto que escribí hace tiempo (“La Soledad Radicalizadora”) donde retomé las reflexiones de Hannah Arendt sobre el sentimiento de la soledad y cómo éste era un elemento clave para explicar el auge de Estados totalitarios en el siglo pasado. ¿Qué proponía Arendt? Que los ciudadanos ‘solitarios’ suelen apoyar a los gobiernos autocráticos, ya que la narrativa y propaganda de estos regímenes les inculca un propósito en sus vidas al hacerlos protagonistas en un gran movimiento dramático y épico.
Algo similar podemos deducir del aburrimiento. Ros Velasco indica que este estado emocional también puede infectar a sociedades enteras. En ciertos casos, puede ayudar una cultura a renovarse y resurgir más vibrante; pero también puede causar una inestabilidad generalizada que lleve a revueltas sociales o puede empujar a los votantes a elegir a políticos populistas disruptivos sólo para sacudir el status quo y hacer más ‘interesantes’ sus vidas cotidianas.
Lo preocupante es que hoy tenemos a millones de ciudadanos que viven en un constante sentimiento de soledad y de aburrimiento. Emociones que podrían poner en jaque nuestro andamiaje democrático o rasgar el tejido social.
Vivimos regidos por un sistema de valores que está basado (en parte) en el materialismo y el consumismo. Un mundo donde nuestras expectativas se distorsionan por el contenido que vemos en redes sociales. Una cultura que celebra la frivolidad, lo pasajero y lo desechable; donde ningún evento, producto o contenido logra atrapar nuestra atención por más de cinco minutos.
Ver al mundo bajo esa óptica inevitablemente lleva a las personas al hastío; y las consecuencias para nuestro sistema democrátco están a la vista: sociedades hartas y aburridas que arman una revuelta social sin sentido (como en Chile o en Washington DC) o que gustosamente votan por un Trump o un Bolsonaro sólo para ver al mundo arder. Y bueno… si el mundo se va a ir a la mierda, ¡que por lo menos sea entretenido!