25/9/22

LA POTENCIA DESINFLADA

México ha claudicado a tener un lugar en la mesa para resolver asuntos que afectan a nuestra economía.


Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú

El título de esta columna no pretende ser ningún albur. Más bien es una descripción de la flácida realidad que experimenta México en su proyección global y en su manejo de su política internacional, sin duda una de las áreas más ninguneada por el régimen actual. 

Porque igual y con tanta bronca que cargamos no se acuerdan, pero México es hoy la decimoquinta potencia económica mundial. O dicho de otra manera, México es un país con el peso político y económico suficiente para placearse como potencia media en el escenario global; y esto -al menos en la teoría- nos debería motivar a tomar un papel más activo en los acontecimientos geopolíticos. Esto claramente no está sucediendo.

Hoy nuestra agenda internacional reduce a todo el mundo exterior en tres parcelas:  Centroamérica (por los migrantes), Estados Unidos (por el T-MEC y los migrantes) y un puñado de dictaduras latinoamericanas sin importancia internacional (¿por afinidad? ¿por amiguismo?). O sea… somos un país de vecindad.

Nada se dice sobre el conflicto en Ucrania, el calentamiento global, la crisis alimentaria, las políticas económicas globales, o incluso la reconfiguración del poder económico en el Pacífico (del cual formamos parte). ¿Por qué? Porque volvimos a escudar nuestra diplomacia en la arcaica Doctrina Estrada (no intervenir en asuntos de otros países), la máxima de Don Benito (“respeto al derecho ajeno…”) y si nos va bien… en algunas votaciones simbólicas dentro de organismos multilaterales. 




¡Y así no se puede, señores! Esta es la actitud de un país débil e inseguro, no de una potencia regional. Y claro… en el pasado este tipo de actitudes era entendible e incluso necesario. En el siglo XIX, México nació como un país débil y durante 50 años sufrimos diversas amenazas de reconquista, invasiones, pérdida territorial e incluso la imposición de un monarca extranjero. ¡Claro que teníamos una visión paranoica frente al mundo! ¡Todos nos querían chingar!

Ya en el siglo XX cargamos con los platos rotos de la revolución y la subsecuente reconstrucción del país bajo una política de aislamiento y sustitución de importaciones. Y si esta perspectiva cambió radicalmente en 1970 -cuando Luis Echeverría quiso reivindicar al Tercer Mundo- hoy resulta absolutamente urgente seguir dinamizando nuestras relaciones con el resto del mundo e intervenir activamente en la resolución de problemas globales.

Porque una cosa es clara: todo lo que ocurre en este mundo hiperconectado e hiperglobalizado nos afectará de una y otra manera. Simular que esto no es cierto significa claudicar al juego y permitir que otros decidan por nosotros el rumbo de la geopolítica. 

Un caso ejemplar es Ucrania. Para millones de mexicanos, lo que ocurre hoy a 11 mil kilómetros de nuestro país es absolutamente intrascendente, pero todos estamos sufriendo las consecuencias de ese conflicto: alza en los precios del petróleo, mayor inflación, mayores costos de alimentos a nivel mundial, más disrupciones en las cadenas de suministros.

Claro que no abogo por el envío de tropas o algún tipo de intervención bélica, pero simplemente con denunciar el conflicto nos vuelve parte de la conversación alrededor de estos temas. Aquí hemos decidido enterrar nuestra cabeza en la arena. Y así, claudicamos a tener un lugar en la mesa para resolver estos asuntos que afectan a nuestra economía.

Queda claro que no habrá un cambio en nuestra política internacional durante este sexenio. Pero es imperativo retomar la posición y proyección nacional que la decimoquinta potencia requiere. De no hacerlo, el mundo nos dejará fuera de todas las decisiones importantes. Y esa potencia no se recuperará ni con un Cialis.

12/9/22

LA BLASFEMIA MODERNA

¿Qué hubiera ocurrido si Salman Rushdie hubiera publicado Los Versos Satánicos en el 2022?


Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú

“No tiene sentido; no tiene propósito; no tiene por qué ser respetado como frase. 'Estoy ofendido por eso’. ¡Bueno, y qué chingados importa!".
- Steven Fry

El atentado contra la vida del escritor Salman Rushdie vuelve a poner al radicalismo religioso en el centro del discurso público. En concreto, la brutal intersección entre el fanatismo y la libertad de expresión.

Como bien saben, la trágica odisea de Sir Salman inicia en 1989 con una fatwa del Ayatollah Khomeini en la cual ordena la muerte de Rushdie como respuesta a la publicación de su novela Los Versos Satánicos. O sea, porque el señor Salman cometió una blasfemia. 

Si no tienen la definición a la mano, va la de la RAE. Blasfemia: “palabra o expresión injuriosas contra alguien o algo sagrado”. Y una más por amor a la precisión. Injuria: “Hecho o insulto que ofende a una persona por atentar contra su dignidad, honor, credibilidad, etc”.

Aquí encontramos el meollo del asunto: Sir Salman fue condenado a muerte simplemente por “ofender” con sus palabras. Pero hay que dejar algo en claro: el derecho a no ser ofendido no existe. 

De entrada, porque “ofenderse” es una reacción sumamente subjetiva. Cuando alguien comete una agresión física, el dolor que causa el impacto de un puño es prácticamente universal. Con esto en mente, podemos decretar que está prohibido golpear a alguien. Lo mismo ocurre con el discurso de odio. En muchos lugares existen legislaciones que penalizan un discurso que tiene la intención de violentar, evitando discrecionalidades cuando se toma en cuenta la “intención” de ese lenguaje odioso.

Pero esto no sucede con la ofensa. Lo que es ofensivo para una persona, puede no serlo para otra. Es por eso que en una sociedad liberal existe el derecho a expresar con absoluta libertad cualquier opinión sin temor a represalias, dando por hecho que en este intercambio de opiniones, algunas podrán parecer equivocadas, extrañas o incluso “ofensivas”.

Pero esto es lo bonito del asunto: el respeto a las opiniones ajenas garantiza que cuando tus opiniones sean las que alguien considera “ofensivas”, aún así serán respetadas. 


Todo lo anterior me lleva a una pregunta: ¿Qué hubiera ocurrido si Salman hubiera publicado Los Versos Satánicos en el 2022? La pregunta es relevante porque a finales de los 80s, la opinión pública en Occidente mayoritariamente defendió su derecho a publicar su novela, argumentando que en toda democracia debe prevalecer un respeto a la tolerancia y el derecho a la libertad de expresión. 

Pero hoy vivimos en un mundo hipersensibilizado donde la “ofensa” vuelve a cobrar relevancia, aunque ahora dentro de un marco secular. Lo vemos a diario, donde las “buenas conciencias” cancelan a escritores, académicos, comediantes, actores, políticos, libros y películas cuando emiten alguna opinión impopular u ofensiva.

¿Saldrían ellos a defender a Rushdie como sucedió en 1989? ¿O serían aliados de una teocracia oscurantista, alegando una actitud colonialista de un autor privilegiado y educado en Cambridge que ahora se “apropia” de una cultura ajena para insultarla?

Podría parecer descabellado, pero yo me decanto por la segunda opción. Porque así como siguen perdurando fanatismos religiosos que debieron quedar sepultados; igual existen millones de personas que han traído de vuelta este radicalismo en una versión laica, prefiriendo pisotear tus derechos elementales antes de que “ofendas” la sensibilidad de otro. Estos son los Ayatollahs seculares de hoy emitiendo sus fatwas asesinas contra cualquier blasfemia moderna.

¡De rodillas paganos!