México ha claudicado a tener un lugar en la mesa para resolver asuntos que afectan a nuestra economía.
Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú
El título de esta columna no pretende ser ningún albur. Más bien es una descripción de la flácida realidad que experimenta México en su proyección global y en su manejo de su política internacional, sin duda una de las áreas más ninguneada por el régimen actual.
Porque igual y con tanta bronca que cargamos no se acuerdan, pero México es hoy la decimoquinta potencia económica mundial. O dicho de otra manera, México es un país con el peso político y económico suficiente para placearse como potencia media en el escenario global; y esto -al menos en la teoría- nos debería motivar a tomar un papel más activo en los acontecimientos geopolíticos. Esto claramente no está sucediendo.
Hoy nuestra agenda internacional reduce a todo el mundo exterior en tres parcelas: Centroamérica (por los migrantes), Estados Unidos (por el T-MEC y los migrantes) y un puñado de dictaduras latinoamericanas sin importancia internacional (¿por afinidad? ¿por amiguismo?). O sea… somos un país de vecindad.
Nada se dice sobre el conflicto en Ucrania, el calentamiento global, la crisis alimentaria, las políticas económicas globales, o incluso la reconfiguración del poder económico en el Pacífico (del cual formamos parte). ¿Por qué? Porque volvimos a escudar nuestra diplomacia en la arcaica Doctrina Estrada (no intervenir en asuntos de otros países), la máxima de Don Benito (“respeto al derecho ajeno…”) y si nos va bien… en algunas votaciones simbólicas dentro de organismos multilaterales.
¡Y así no se puede, señores! Esta es la actitud de un país débil e inseguro, no de una potencia regional. Y claro… en el pasado este tipo de actitudes era entendible e incluso necesario. En el siglo XIX, México nació como un país débil y durante 50 años sufrimos diversas amenazas de reconquista, invasiones, pérdida territorial e incluso la imposición de un monarca extranjero. ¡Claro que teníamos una visión paranoica frente al mundo! ¡Todos nos querían chingar!
Ya en el siglo XX cargamos con los platos rotos de la revolución y la subsecuente reconstrucción del país bajo una política de aislamiento y sustitución de importaciones. Y si esta perspectiva cambió radicalmente en 1970 -cuando Luis Echeverría quiso reivindicar al Tercer Mundo- hoy resulta absolutamente urgente seguir dinamizando nuestras relaciones con el resto del mundo e intervenir activamente en la resolución de problemas globales.
Porque una cosa es clara: todo lo que ocurre en este mundo hiperconectado e hiperglobalizado nos afectará de una y otra manera. Simular que esto no es cierto significa claudicar al juego y permitir que otros decidan por nosotros el rumbo de la geopolítica.
Un caso ejemplar es Ucrania. Para millones de mexicanos, lo que ocurre hoy a 11 mil kilómetros de nuestro país es absolutamente intrascendente, pero todos estamos sufriendo las consecuencias de ese conflicto: alza en los precios del petróleo, mayor inflación, mayores costos de alimentos a nivel mundial, más disrupciones en las cadenas de suministros.
Claro que no abogo por el envío de tropas o algún tipo de intervención bélica, pero simplemente con denunciar el conflicto nos vuelve parte de la conversación alrededor de estos temas. Aquí hemos decidido enterrar nuestra cabeza en la arena. Y así, claudicamos a tener un lugar en la mesa para resolver estos asuntos que afectan a nuestra economía.
Queda claro que no habrá un cambio en nuestra política internacional durante este sexenio. Pero es imperativo retomar la posición y proyección nacional que la decimoquinta potencia requiere. De no hacerlo, el mundo nos dejará fuera de todas las decisiones importantes. Y esa potencia no se recuperará ni con un Cialis.