Sólo el 19 por ciento de las dictaduras no-revolucionarias sobreviven 30 años. Pero la gran mayoría de los estados revolucionarios -el 71 por ciento- lograron superar esta marca.
Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú
Si algo hemos aprendido en los últimos años es que las democracias son criaturas endebles. Siguiendo esta partitura, rápidamente nos pueden venir a la mente ejemplos como el golpe de estado en Myanmar, los casos de Polonia, Hungría y Turquía, o el daño que causó Trump durante cuatro años al frente de Estados Unidos.
El ejemplo más reciente de esta debilidad ocurrió en Túnez, donde la única democracia surgida de la Primavera Árabe ahora se desmorona tras las controvertidas acciones del presidente Kais Saied, quien despidió al primer ministro del país y suspendió al Parlamento; algo que para aquellos que lo mal quieren es considerado un autogolpe de estado para centralizar el poder.
Pero a estas alturas del partido, hablar de la fragilidad democrática no es ni novedoso ni sorprendente. Lo extraordinario -en cambio- es ver cómo mientras este modelo político se derrumba, otros regímenes logran sobrevivir no sólo al cruel paso del tiempo, sino a las crisis económicas, protestas masivas, cismas ideológicos y sismos geopolíticos.
De aquí parte el argumento de Max Fisher y Amanda Taub en una reciente columna en The New York Times. Ambos periodistas plantean una premisa: la agitación y turbulencia son los principales factores que definen a la realidad geopolítica contemporánea. Pero no se confundan; porque aún cuando vemos a las democracias retrocediendo o colapsando, no podemos ignorar que también las dictaduras están emproblemadas.
“Las dictaduras son cada vez más comunes, pero igual de inestables y con una vida muy corta. La disolución social y los disturbios civiles están incrementando drásticamente [en ambos modelos]”, apuntan. En pocas palabras: hoy las democracias y las dictaduras son igual de delicadas. ¡Así las cosas!
Pero vayamos ahora a lo más interesante del asunto, que aún no ha sido puesto sobre la mesa. Fisher y Taub citan a Steven Levitsky, politólogo de la Universidad de Harvard, quien junto con su colega Lucan Way (Universidad de Toronto) descubrió que existe una clara excepción que parece inmune a esta turbulencia global.
El análisis de Levitsky y Way demuestra que tras la caída del muro de Berlín en 1989, la mayoría de las dictaduras comunistas en el mundo también colapsaron rápidamente. Pero ojo… ¡Cinco lograron sobrevivir!: China, Cuba, Vietnam, Laos y Corea del Norte.
¿Y cuál creen ustedes que es la característica que conecta a todos estos países? ¿En cuál campo semántico caben estos infames regímenes? ¡Pues que todos surgieron de revoluciones sociales violentas!
De acuerdo con ambos académicos, cuando se analizan los datos desde el año 1900, es posible observar que -comparados con democracias y dictaduras- “los gobiernos fundados por una revolución social, sin importar la ideología, probaron ser consistentemente y sorprendentemente más longevos”.
De acuerdo con sus últimas mediciones, “sólo el 19 por ciento de las dictaduras no-revolucionarias sobreviven 30 años. Pero la gran mayoría de los estados revolucionarios -el 71 por ciento- lograron superar esta marca”.
Y claro… basta revisar las cuentas para ver la veracidad de este argumento. La Unión Soviética y sus satélites duraron casi 70 años, pero China y Corea del Norte ya los superaron; Cuba ya sobrepasó los 60; la revolución teocrática de Irán ya es cuarentona. Y cómo olvidarnos de México, que con la originalidad originalísima de su revolución instauró un modelo político que sobrevivió 71 añotes.
Por contraste, el sádico régimen de Idi Amin Dada -por poner un ejemplo al azar- duró ocho años, y la democracia en Egipto apenas uno.
Lo interesante es reconocer que en un mundo de cataclismos políticos y revueltas sociales, los regímenes revolucionarios logran mantener una aparente estabilidad. Existen diversas razones que explican todo esto, pero la falta de espacio me obliga a dejar esta explicación para la siguiente columna. ¡Se aguantan!