Hoy quiero referirme a una secta de creyentes que -contra toda evidencia- continúan pregonando la invencibilidad de la democracia liberal en el mundo. Llamémoslos, por decir algo, “La Iglesia del Liberalismo Triunfante”
Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú
Si algo he entendido en mi breve investigación sobre cultos, es que la participación en uno de ellos nunca fue exclusiva de personas delirantes o con tendencias milenaristas.
Como expliqué en mi columna anterior [“El Síndrome de Estrumpcolmo”, Vértigo #1039], incluso cuando las creencias de un grupo sean ilógicas o disparatadas, la mayoría de los seguidores suelen ser personas funcionales, con educación, y provenientes de familias estables. Esto lo hemos visto en las últimas décadas, desde individuos que pertenecen a QAnon, NXIVM, o Heaven's Gate.
Con esto en mente, quisiera expandir un poco mi muestra de análisis para buscar tendencias cultistas en otros sectores de la sociedad que generalmente suelen ser considerados ilustrados y racionales. En particular, explorar las manías que subsisten en los círculos más altos de la academia y de la filosofía política. Por esto, hoy quiero referirme a una secta de creyentes que -contra toda evidencia- continúan pregonando la invencibilidad de la democracia liberal en el mundo. Llamémoslos, por decir algo, “La Iglesia del Liberalismo Triunfante”.
El credo central de su catecismo es la idea de que la globalización llevará invariablemente a un mundo más democrático y con mayor respeto a las libertades políticas, económicas y sociales. Que frente al incremento en el intercambio comercial y cultural, el liberalismo terminaría por permear a las naciones de todos los continentes; culminando con la destrucción de todas las barreras autoritarias y dictatoriales.
¿Les suena muy familiar, verdad? ¡Y cómo nos gustaría que todo esto fuera cierto! Por desgracia, toda la evidencia apunta en contra de esta gran ficción. Lo peligroso del asunto es que, de no abandonar nuestra ceguera religiosa, quizá un día despertemos y ya sea demasiado tarde para salvaguardar algo del naufragio democrático.
Veamos la evidencia: Por un lado, The Economist Intelligence Unit, que revisa y califica el estado de la democracia en 167 países, reveló que el año pasado sólo el 8.4% de la población mundial vivía en una “democracia plena”; mientras que más de un tercio de la humanidad vivía bajo un régimen autoritario. En su puntaje sobre salud democrática, el promedio mundial obtuvo una calificación de 5.37 de 10, el más bajo desde que The Economist comenzó sus mediciones en 2006.
También están las mediciones de Freedom House, que en su último informe concluyó que el estado de la democracia y los derechos humanos había empeorado en 80 países desde que inició la pandemia del covid-19. De acuerdo con Freedom House, en los últimos cuatro años, más de 100 países se han vuelto “menos democráticos” incluyendo a Canadá, Estados Unidos y la mayoría de Europa Occidental. ¡Terribles noticias!
Esto debería ser la alarma que despierte a todos que deseamos un mundo regido por los principios de una democracia liberal. Que algo quede claro: el liberalismo no goza de buena salud, está perdiendo la batalla en todo el mundo y revertir esta tendencia no será nada sencillo.
¿Qué podemos hacer? Lo primero sería reconocer que estamos en graves problemas. Lo segundo, dejar de pensar que la democracia es inevitable en un mundo globalizado. ¡Nunca lo fue! Lo tercero es comprender que toda acción anti-liberal que tome un gobierno -por más pequeña que sea- ayuda a erosionar la estructura democrática de un país; algo evidente con las numerosas medidas iliberales tomadas durante la pandemia del covid-19.
Es momento de escapar de La Iglesia del Liberalismo Triunfante y defender las últimas libertades que nos quedan. La luz al final del túnel no parece ser el paraíso prometido, sino un tren acercándose a toda velocidad.