4/10/15

Happiness is a warm gun

Todos los padres repiten el mismo mantra: "quiero que mi hijo sea feliz". Pero no se han percatado que la felicidad es algo que se construye, no que se impone.


Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú

Es imposible negar que vivimos en una sociedad obsesionada con la felicidad. Basta con observar las fotografías de nuestros amigos en Facebook; hojear los miles de libros de “autoayuda”; o analizar cualquier comercial de cerveza, desodorante, detergente, salsa de tomate o condones, para concluir que si no eres una persona feliz y sonriente, probablemente seas un tonto que vive en el error.

Sin embargo, me parece relevante cuestionar si la felicidad es realmente el objetivo máximo al que debamos aspirar en la vida, o peor aún, heredarlo a nuestros hijos. No me malinterpreten, ilustres lectores, no estoy proponiendo que vivamos en un mundo dantesco de perpetua amargura, ni que criemos niños nihilistas. Simplemente cuestiono si ser felices es por sí mismo un destino al que todos busquemos llegar con arrebatado ímpetu. 

El tema de la felicidad es muy vasto y resultará imposible analizarlo en su totalidad aquí. Aún así, creo que es posible explorar una de las aristas más comunes que se observa en nuestra sociedad contemporánea: la fijación fetichista de los padres por asegurar la felicidad de sus hijos.

La escritora Jennifer Senior argumenta en su libro “All Joy and No Fun”, que la noción de ser padres en el siglo XXI se ha convertido en un auténtico calvario de angustia y estrés. Esto se debe a que el rol de padres e hijos se ha transformado radicalmente en las últimas décadas. Hace apenas 70 años, en los países “avanzados” de Occidente podíamos ver a niños trabajando en fábricas, vendiendo periódico o pasando el día entero en los campos de cultivo. En aquellos años, los infantes eran reconocidos más por su valor económico que por sus risueñas sonrisas.


Hoy el mantra que todos los padres repiten es el mismo: quiero que mi hijo sea verdaderamente feliz. Esto, sin embargo, los ha convertido en prisioneros de una ciega ambición. Pues en esa carrera hacia el fondo por inculcar una idea abstracta de felicidad en sus hijos, han caído víctimas de una realidad muy cruel: la felicidad es algo que se construye, no que se impone. 

Porque si somos honestos, podemos ver que todos los intentos de nuestros padres por asegurar nuestra felicidad terminan por estrellarse con la realidad del mundo. En este planeta voraz, insensible y caótico, de poco sirven las muñecas o los carritos que nuestros padres nos hayan comprado. Al crecer, lo único que nos queda son los valores y el instinto de supervivencia que nos transfirieron.

Volviendo con Jennifer Senior, ella propone abandonar esta desesperada batalla por producir niños felices. Resulta un objetivo más loable educar hijos virtuosos, productivos y empáticos hacia el mundo: solamente así podrán ellos buscar su propia felicidad en el futuro.

Me queda claro que ningún padre puede evitar el deseo de ver a sus hijos felices. Pero en lugar de cargar con esa inútil cruz, busquen mejor hacer de sus hijos personas morales y decentes. Porque entre más intenten imponer su tonto sentido de felicidad en ellos, más niños descompuestos vamos a tener en este mundo. Y si me preguntan a mí, creo que ya tenemos suficientes de esos rondando nuestras calles.

¿No lo creen?

Una versión de este texto fue publicado originalmente en Vértigo.